Las torpezas y caprichos del Presidente menoscaban su credibilidad, incluso ante una realidad que se presenta negra.
El Presidente despide ante una cámara de televisión a su amiga, testigo de casamiento, socia y ministra de Justicia, luego de humillarla diciendo que no está en condiciones de ser secretaria de Estado por estar “agobiada”. Quizá fue ese 8 de marzo cuando el Presidente terminó de acuñar la raíz y conjugación del verbo “losardear”. Dícese del modo despreciativo de menoscabar la integridad personal y funcional de un servidor público.
Carla Vizzotti aseguró a las 10 de la mañana de un miércoles que las escuelas no están demostradas científicamente como un lugar de propagación de la infección del coronavirus. A las 16 de ese mismo día, Nicolás Trotta dijo en Radio La Red que la presencialidad en la enseñanza se mantendrá aún en esta crisis sanitaria. A las 20, Alberto Fernández lanzó un mensaje suspendiendo las clases. Los “losardeó” ante el país que lo estaba escuchando.
Ese mismo “losardeo” se extiende a sus gobernados. Un par de ejemplos recientes, bastan. “Losardea” al personal de salud, describiéndolos como relajados. En el discurso de ampliación de las restricciones a las libertades de circular y comerciar, Fernández clausura los bares a las 19. Se olvida de anunciar alguna ayuda (recién lo hace a la mañana siguiente en una radio, sin saberse si fue omisión nomás o se le ocurrió pensando con la almohada) y omite la cita al cierre de shoppings. A la mañana siguiente interdicta a los grandes espacios sociales y aumenta la prohibición a bares dejándolos atender sólo en espacios abiertos. El “losardeo” es un desprecio a la seriedad de las medidas, la congruencia y la coherencia de las mismas.
Alberto, es cierto, suele “losardearse” a sí mismo. Se deja decir, allá lejos y hace un año, que un tecito previene el corona, que Suecia, el País Vasco y algún otro son peores que nosotros, que 25 millones de vacunas, que las escuelas son y no son foco de contagio. Su “losardeo” no prescinde de filminas ni temas de abordaje.
El “losardeado”, pierde valor. Le quita piso para hacer pie y lo deja pedaleando en el aire. Lo devalúa. Porque nadie puede pensar que el ministro de Educación y la de Salud valen lo mismo cuando fueron contradichos sin más data que la obcecación de un par de números mal mencionados.
¿Está bien cerrar actividades, escuelas o evitar gente en las calles? Quizá. No es un tema de “yo creo tal o cual”. Las creencias hay que reservarlas para las religiones. Para la ciencia y el gobierno de una república laica, las evidencias. Sucede que las torpezas y caprichos de quien desde hace un año y un mes dispone desde la Casa Rosada si los cafés de calle Corrientes o en Quitilipi se abren o no, “losardearon” su credibilidad, incluso ante una realidad que aparece negra.
Supongamos que tenemos que encerrarnos todos como en marzo del año pasado. Supongamos que hay que hacerlo en el país de una cuarentena demasiado larga (sic), como dijo ahora Pedro Cahn, en un país con la mitad de pobres. ¿Puede hacerlo solo, de toda soledad, quien contribuyó decisivamente a que el virus se expandiera? Nadie puede achacarle a Alberto Fernández la creación del virus, su malsana inteligencia para mutar ni su imparable carrera en contra del ser humano. Sí, la falta de testeos, aislamientos y trazabilidad de los enfermos, la ausencia de controles y la pésima política sanitario diplomática para conseguir vacunas. Otra vez, Hugo Alconada Mon explicó la pifia (cuanto menos) y desidia a la gestión Fernández con dos laboratorios internacionales aprovechadas por Uruguay para hacerse de vacunas. Alberto “losardeó” su buen inicio como gestor de la pandemia y caricaturizó su poder.
El “losardeo” horada la legitimidad del ejercicio del poder. Y cuando el poder se cuela entre los dedos de uno, es atajado por las manos de otros. ¿A dónde va a parar ese poder que estropea Fernández? Quizá sea a manos de Axel Kicillof. La aparición pública del gobernador de Buenos Aires el jueves pasado dejó claras algunas cosas: el sucesor de María Eugenia Vidal usó un tono belicoso, casi compadrito, petulante y, cómo no, de escasa educación para decir “hasta aquí aguanté”, “Larreta mentiroso”, “Porteños contaminadores”. Defendió las medidas de restricción como sólo lo hace quien las ha pergeñado y tomó el tono de un virtual jefe de Estado nacional. “Yo respaldo a Alberto”, pareció ser leído como un “él hizo lo que yo dije”. ¿Es Kicillof el silente mandamás del país?
Porque si lo es, en ese hombre joven, honesto y coherente con sus ideas (no es valoración sino descripción) yace la obra y gracia de Cristina Kirchner. La vice tiene intervenidos los ministerios. Algunos ya los conduce como Interior y el recién llegado en Justicia. Los organismos que recaudan más, ANSES, PAMI, Loterías son dirigidos por tropa propia de la ex presidenta. ¿Entonces? Que quizá sea hora de entender que el “losardeo” propio favorece, por acto u omisión, a la autora de la corriente que vive y respira y se expresa en “vamos por todo” conduciendo ya la nación.