Trataré de evitar en estas pocas líneas, referirme con la obscenidad repetitiva que lo hacen casi todos los medios de nuestro país –sin grietas de ninguna índole- tanto a la cantidad de muertos que por segundo –según se señala- se producen en el mundo por el ya casi familiar COVID 19, como a la famosa curva de progresión de infectados, la que a esta altura no sabemos si se agranda, se achata, se estira, engorda, adelgaza, o se multiplica.
Indudablemente, el mundo entero está atravesando una situación grave y compleja con antecedentes solo comparables –a mi juicio- con la denominada “gripe española de 1918” que según datos de la época, produjo más de cincuenta millones de muertos en el planeta.
Sin lugar a dudas, estas circunstancias hacen menester adoptar medidas excepcionales que naturalmente implican cercenar temporalmente derechos individuales en pos de un objetivo mayor, cual es la preservación de la vida humana.
En este sentido, existe casi unanimidad de opiniones respecto de que los aislamientos sociales derivados de las “cuarentenas” adoptados por “plazos razonables” son métodos eficaces para evitar la propagación del virus. No obstante, la indudable restricción de libertades que ello produce, sumado a la obvia recesión de la economía con resultados que solo se podrán verificar con exactitud cuando finalice definitivamente este flagelo.
Ahora bien, y entrando de lleno en la idea central que pretendo transmitir, el particular modo en que las distintas actividades se están desarrollando ha generado la elaboración de numerosos “protocolos” a seguir estrictamente, vinculados en general con el seguimiento de conductas dirigidas al distanciamiento entre las personas, a la utilización de distintos medios de protección tales como barbijos, alcohol en gel, y un sinnúmero de artículos y productos destinados a la higiene y desinfección de cuerpos y ambientes.
También encontramos profusas directivas tendientes a reglamentar la cantidad de personas que pueden ingresar a una oficina, la distancia que deben guardar quienes forman fila para ingresar a un supermercado, a una farmacia o a un local de recepción de pagos.
Insisto, estimo que esas medidas y sus respectivas reglamentaciones adoptadas por un tiempo razonable y destinadas a la protección de la sociedad poseen la racionalidad suficiente para comprender el cercenamiento que algunos derechos individuales pueden sufrir.
Ahora bien, cuando el “afán protocolizador” se extiende y entromete en ámbitos de la máxima intimidad de las personas creo que debemos alertarnos y, en este sentido, una nota publicada en Infobae el fin de semana pasado hizo despertar mí ya bastante castigada capacidad de asombro. En efecto, con el título “Coronavirus en Argentina,; el Gobierno recomendó el sexo virtual en medio del aislamiento obligatorio”, se reseñan las recomendaciones expuestas por el médico infectólogo José Barletta, “para evitar la propagación de coronavirus a través de la vía sexual”.
Dichas recomendaciones, las que frente a la comprensible psicosis mundial producto de la pandemia tienen un efecto que va mucho más allá de un simple consejo, principia por señalar que si bien existe poca información acerca de la posible transmisión del virus mediante las relaciones sexuales, es bastante probable –a juicio del experto- que ello pueda ocurrir, de manera tal que cree conveniente promover el uso de “herramientas” tales como las videollamadas, el sexo virtual, y el sexting.
De otro lado, el especialista sugiere la higienización de las manos luego de tener relaciones sexuales en cualquiera de sus formas, para concluir con la importancia de desinfectar los elementos que de todo tipo e índole se utilicen para esos menesteres.
Como señale en el inicio de estas reflexiones, estoy convencido de que esta complicadísima realidad que estamos viviendo, lleva a la adopción de medidas extremas que traen aparejadas restricciones de la libertad que se manifiestan a través de distintas reglamentaciones denominadas para estos casos “protocolos”, en los que se detallan con extrema rigurosidad, en pos de proteger de manera muy loable la salud pública, y que han llegado al punto de efectuar recomendaciones hasta para el modo en que debemos llevar adelante los actos más íntimos de las relaciones humanas.
Ahora bien, la perplejidad que me produjo la lectura de las recomendaciones vinculadas a la vida sexual propuestas seguramente con las mejores intenciones por el Dr. Barletta y sin efectuar juicios de valor sobre ellas, me hizo reflexionar acerca de que toda esa serie de disposiciones limitantes de derechos –insisto justificadas en el ahora- pueden tentar a quienes las establecen hoy pensando seriamente en el bien común, a exacerbar un defecto que la mayoría de los seres humanos tenemos cual es pretender imponer nuestras ideas y que, cuando concluya esta situación de crisis, se mantenga esa humana tentación.
Es por ello que, para concluir estas breves reflexiones me permito sugerir, primero a mí mismo, y luego a quien me quiera seguir, a poner en cuarentena también a nuestro deseo natural de imponer a lo que cueste nuestros pensamientos, pues la propagación del coronavirus seguramente pronto cederá entonces, tratemos que con el aislamiento intelectual propuesto ceda también nuestra propia y humana tentación totalitaria.
El autor es el titular de la Cámara Federal de Apelaciones de Comodoro Rivadavia y presidente de la Junta que agrupa a todas las cámaras del país
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