Luis Novaresio

Cómo ser padre y no morir en el intento (de que tus hijos coman bien)

Una nueva investigación muestra que los progenitores no tienen conocimientos nutricionales suficientes para tomar decisiones saludables cuando escogen alimentos para sus hijos

Afirmar que los niños toman demasiado azúcar no sorprende, por desgracia, a nadie. Sin ir más lejos, la doctora María Morales-Suarez-Varela y sus colaboradores acaban de publicar en la revista Nutrients (febrero de 2020) un estudio que ha constatado que los niños españoles de 6 a 8 años toman una elevadísima cantidad de azúcares libres (que no debemos confundir con los azúcares de las frutas enteras, denominados “azúcares intrínsecos”). Así, mientras que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que el consumo de azúcar en niños es opcional (no hace falta tomar azúcar) y que lo ideal es que dicho consumo no exceda el 5% de la ingesta calórica total, los niños del estudio consumieron de media 94 gramos diarios de azúcar, lo que supone una ingesta calórica a partir de azúcar que oscila entre el 22 y el 25% del consumo total de energía. Es decir, unas cinco veces por encima de lo recomendado por la OMS. Se trata, sin duda, de un hábito con nefastas consecuencias para la salud física y mental de esos niños a corto, medio y, sobre todo, largo plazo. En palabras de Morales-Suárez-Varela y su equipo, tomar menos azúcar podría reducir el porcentaje de grasa en el cuerpo, lo que disminuiría el riesgo de padecer enfermedades crónicas relacionadas con la dieta.

Lo dicho para el azúcar es del todo aplicable a la sal. Más del 80% de los escolares españoles consume una excesiva cantidad de sal, según una investigación publicada en 2017 por la doctora Aránzazu Aparicio y sus colaboradores en la revista European Journal of Nutrition. Es algo que, de nuevo, eleva su riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares a largo plazo.

Sería lógico pensar que estos investigadores abogasen por la educación dietético-nutricional tanto a los niños como, sobre todo, a los padres. Sin embargo, en la conclusión del trabajo de Aparicio y colaboradores leemos lo siguiente: “Reducir el contenido de sodio en la dieta de los niños es una buena política para reducir el riesgo cardiovascular”. No cabe duda de que la educación es importante, pero más todavía lo es contar con unas buenas políticas que protejan al consumidor de factores que contribuyan a que tome decisiones erróneas.

De entre tales factores debemos computar la enorme oferta de alimentos malsanos, que rodean a los niños como el agua a un pez. Una gran parte del catálogo de alimentos dirigidos o anunciados al público infantil corresponde a perfiles inadecuados. Lo muestra un trabajo recién publicado en la Revista Pediatría de Atención Primaria y coordinado por el abogado Francisco José Ojuelos, experto en derecho alimentario y autor del libro “El derecho de la nutrición”. En este artículo, titulado “Libertad parental como barrera frente a la publicidad de productos alimentarios malsanos dirigidos al público infantil”, se justifica que los menores no son capaces de valorar con juicio los mensajes publicitarios y que el marketing dirigido a ellos empeora su comportamiento alimentario. Se insiste también en que la publicidad de productos malsanos (no inocuos) no debería dirigirse a los niños, máxime cuando se presentan falazmente como saludables, en muchas ocasiones con declaraciones engañosas de salud o con avales de personas famosas o admiradas por los niños, como deportistas o youtubers.

Dados los cuatro hechos anteriores (los menores se alimentan mal, el catálogo de productos que se les ofrece es, en gran medida, malsano, la publicidad es engañosa y los menores no son capaces de protegerse por sí mismos) parece que hemos de idear una solución. La que propone la industria de alimentos malsanos es que sean los padres los que los protejan, decidiendo qué puede comprarse y qué no. Esto deben hacerlo a fin de alcanzar una dieta “equilibrada”, esto es, una dieta en la que los padres determinen cuál es la ingesta calórica (y de nutrientes) y descuenten el gasto calórico de sus hijos. Una tarea de equilibristas, imposible. Porque, ¿acaso los progenitores tienen unos conocimientos suficientes de nutrición? ¿Tienen una capacidad real de contrastar el devastador efecto del llamado “marketing depredador”? ¿Son libres de escoger o no alimentar correctamente a sus hijos? O, dicho con otras palabras, ¿podemos responsabilizar a los padres de la mala alimentación de sus hijos? Esta nueva investigación muestra que los padres no tienen conocimientos nutricionales o sanitarios suficientes para tomar decisiones saludables cuando escogen alimentos para sus hijos. A modo de ejemplo, en un estudio científico el 96% de los voluntarios (un público relativamente bien informado) no fue capaz de reconocer los azúcares añadidos leyendo el etiquetado.

Hay muchas más referencias en el artículo de la Revista de Pediatría de Atención Primaria, como la relativa al hecho de que la publicidad menoscaba, en demasiadas ocasiones, el ejercicio de la patria potestad. Lo hace, por ejemplo, cuando en vez de (o además de) alabar sus productos, fomenta en los menores una resistencia irreflexiva a la labor tutelar parental. Encontramos ejemplos en las frases “tú decides”, “vive como quieras”, “no hay órdenes” o “marca tu territorio”.

Estamos, por tanto, ante un cóctel explosivo. Hemos visto algunos de sus ingredientes: alimentación desequilibrada en la infancia, una enorme oferta de productos malsanos, un marketing depredador, la incapacidad de los menores de protegerse a sí mismos y pocos conocimientos nutricionales por parte de los padres. Pero hay más sustancias explosivas en ese cocktail: las administraciones no ayudan (manejan conceptos obsoletos), los tribunales tampoco (tienen dos conceptos diferentes de consumidor: uno que es atento y perspicaz, cuando se trata de proteger a los propios consumidores, y otro más despistado, cuando se trata de proteger intereses comerciales) y, por último, las normas de publicidad de alimentos, a pesar de estar hechas por la propia industria (¿se imaginan hacerse sus normas?), se incumplen masivamente. Sobre este última sustancia explosiva, Ojuelos indica que el código de autorregulación español (PAOS) presentaba un grado de incumplimiento del 49,3% en 2008. Pues bien, el último estudio al respecto, coordinado por Félix Alexis Morales y centrado en el canal de televisión infantil Boing, constató un incumplimiento bastante superior: un 73,9%. Desolador.

Frente a este cocktail explosivo para la salud pública que acabamos de describir hay, afortunadamente, soluciones. No deben servirnos para eximirnos de reforzar nuestra vigilancia como progenitores, pero es preciso conocerlas. De entre las medidas que han mostrado eficacia para mejorar la alimentación de la población, en el artículo de la Revista de Pediatría de Atención Primaria encontramos la prohibición de la publicidad de alimentos insanos dirigida a niños, los impuestos a los alimentos malsanos o la utilización de etiquetas que muestren claramente que estamos ante un producto desaconsejable. Un ejemplo de esto último es el sistema de presentación alimentaria chileno. Mediante etiquetas claras, este sistema revela el carácter malsano de ciertos productos y motiva cambios en los comportamientos de los consumidores, que consideran la salud un factor muy relevante. En cuanto a los impuestos, tenemos el ejemplo de Catalunya. Según un reciente estudio coordinado por Judit Vall Castelló, el impuesto a las bebidas azucaradas (mal llamados “refrescos” o “bebidas refrescantes”) se ha traducido en una reducción del 7,7% de su consumo respecto a la situación antes del impuesto, siendo la reducción más pronunciada en las regiones con mayores tasas de obesidad, es decir, donde es más necesaria.

En suma, si los padres optan transitar caminos mal señalizados a la hora de tomar decisiones relativas a la alimentación de sus hijos, y acaban desorientados, no es su culpa. Ha llegado el momento de poner el foco en otras partes.

Fuente: www.elpais.com