Luis Novaresio

Abril, el coronavirus y la muerte de mis viejos

Tengo sentimientos encontrados con los recuerdos de fecha fija. Venga si es conmemorar un nacimiento. Quizá cuando cumplís un año (o un mes, cómo no) desde que te enamoraste. Pero recordar las muertes, las rupturas, lo que fue y dejó un amargor en la memoria, me incomoda. Se ve que mi tirria por algunos recuerdos, pienso mientras lo escribo, se emparenta con lo que no es porque dejó de serlo contra mi voluntad.

Hoy hace tres años que murió mi vieja. Anteayer, 25 años de la muerte de mi papá. Abril es (¿supo ser?) el mes que más me entusiasma. Ingenuo e infundado entusiasmo. Pero real. Sus días son frescos por las mañanas, templados a la hora de buscar la vereda del sol mientras entrecierro los ojos apoyado en un tapial mal pintado, rojizos como las hojas de los líquid ámbar de mí barrio en Rosario. ¿Que porque cumplo años en una semana? No creo. Ahí también está la tirria, distinta creo, por el recuerdo de fecha fija en primera persona. No sé festejar ese día. No que no me gusta mi cumpleaños. No me sale ser el anfitrión de un día (menos de una fiesta) que convoca mi nombre y mi partida de nacimiento. Me divierte organizar cumpleaños de los que quiero. No encuentro posición natural de mi cuerpo cuando se festeja el mío. Me duele la espalda de tanta postura impropia que le imprimo a mi humanidad para transitar con fingida comodidad semejante evento.

Abril es mi mes deseado. Aunque el 9 fue mi viejo, aunque el 11, mi madre. El recuerdo de no ser no puede con mi deseo de ser en tiempo futuro.

No este año. No hoy.

Si el coronavirus nos quitó a todos los abrazos y los besos, si este bicho feo nos instiló con perversidad pocas veces vista la desconfianza hacia el otro que casi no admite prueba en contrario, desconfianza total por la mera presencia a menos de un metro, también este ser siniestro e invisible me arrebató mi deseo de abril. No quiero este abril. Veremos el año que viene. Pero que este, el abril 2020, se lo quede el que corresponda. No yo.

Porque esta angustia del corona, es evidente, me fija en aquel dejar de ser en contra de mi voluntad. Hubo muchos abriles sin mis padres. pero este duele especialmente.

Que se hayan muerto mis viejos fue un obvio cachetazo a mi legítimo deseo de discutir la finitud de la existencia. Siempre supe que nos íbamos a morir todos pero nunca imaginé que semejante arbitrariedad pudiese golpear a dos tipos que amo y admiro. La realidad se mostraba ante mis ojos. Yo los cerraba y soñaba ese sueño secreto de la inmortalidad de los dos como excepción de la regla confirmada.

María Olimpia y Luciano son (no escribo “fueron” con toda deliberación) de esos casos entrañables de padres amados. Pero, a la par, admirados. A ella por su tenacidad y decisión. A él por su sabiduría y honor, por su palabra puesta en acción. Y, sí, los extraño.

No sabía que el aislamiento junta recuerdos. Me sorprendo en la falta de contacto con los otros amontonado con el deseo de pertenencia. Eso fueron mis viejos que hoy recuerdo. Un deseo de pertenencia a una sangre compartida por accidente pero transformada en un linaje sólido que se construyó desde el amor y la admiración. La muerte no pudo con mi convicción de ser orgulloso hijo de ellos. La ausencia física no mitigó ni por un segundo la referencia carnal a aquel linaje. Propio, compartido, divertido, tormentoso, de luz y claroscuros, nunca sombra total. Hoy, como Epifanía, tomo cuenta de esto.

Hoy los recuerdo. Y pateo la mesa de mi negativa a las fechas fijas de pérdida. Aprieto fuerte la cuerda la de la pulsión de vida gozosa por saberme siempre el hijo de María Olimpia y Luciano, dos referencias de amor y respeto, que ni el miedo al corona virus es capaz de distanciarme un mísero milímetro. A su lado. Y ellos, al mío. Y sí. Los extraño. Mucho.

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